Por Agustina Mendía*

Para los no familiarizados, las venas abiertas de américa latina fue un ensayo publicado en el año 1971, en un contexto bastante movilizado para Sudamérica. Con el advenimiento de los gobiernos de facto, la publicación se convirtió en biblia de las guerrillas revolucionarias, que se levantaron en contra de la amenaza imperialista. Si bien la redacción sacó una radiografía a las principales patologías de nuestra geografía, las causas se concentraron en la teoría de la dependencia, que predicaba que la culpa de nuestra miseria la tenían los países desarrollados, cuyo progreso se hizo a costa del saqueo constante a nuestro paraíso terrenal. Aquí es donde quiero detenerme.

La primera vez que lo leí, cuatro años atrás, me quedé con una sola impresión: estábamos condenados al eterno subdesarrollo. No había nada que se pudiera hacer para sacar de encima de nuestras latitudes, esa mano invisible abocada a ahorcarnos para quitarnos hasta el último arroyo. Ellos tan fuertes y nosotros tan carentes de todo. En ese entonces se me ocurrió que el hambre, la pobreza, el desempleo e incluso la corrupción, estaban ligados llanamente a un plan sistemático orientado a mantener a Sudamérica raquítica. Hasta que un buen día, me esmeré en aprender un poco cómo funciona la economía y entendí que por mucho tiempo en mis argumentos pequé de la común ignorancia que tanto caracteriza a los latinoamericanos. Sólo así pude volver a encarar el mismo libro con más crítica que admiración. Algo parecido le pasó nada más ni nada menos que al autor de este bestseller, Eduardo Galeano, quien en una rueda de prensa confesó que no sería capaz de leerlo de nuevo porque caería desmayado. Las venas abiertas intentó ser una obra de economía política, dijo, admitiendo que en aquel entonces no tenía la formación necesaria para hacerlo correctamente.

La sorpresa es que pese a esto, 46 años después, las venas abiertas siguen vendiéndose como pan caliente, siendo nuestro consumo, puro reflejo del pensamiento colectivo; creemos que estamos condenados y por eso aceptamos la realidad en la que caemos siempre, ese falso progreso seguido de una pesada crisis y en fin, subdesarrollo voraz. Siempre pensando en que nuestro tercermundismo es culpa de España y la cruel colonización, Inglaterra que nos arrebató nuestras preciadas islas, además del mundo obsesionado por quitarnos nuestros recursos naturales, Trump que no quiere aceptar nuestros limones, o bien los orientales que quieren llenarnos de sus productos; y cómo no mencionar las ruinosas políticas neoliberales que nos exponen a inmorales e injustas competencias. En fin, nunca falta a quién culpar de nuestras miserias.

Lo cierto resulta en que tal fantasma liberal solo espanta en boca de los ídolos populistas, porque al hacer una revisión histórica real, Argentina se esmeró en cerrar sus puertas al mundo durante un poco más de 70 años, convirtiéndose de manera progresiva en un pedazo de tierra hermética al sur del continente, que a la hora de repartir culpas, no tendría más que mirar su propio ombligo. Es importante entender de una vez por todas, que el verdadero juez que nos sentenció a la involución no fue más que nuestra tonta mente nacionalista, ensañada en creer a esos líderes hedonistas que evocan al pasado colonial, convenciéndonos que el enemigo es el que está fuera de nuestras fronteras.

Para analizar la triste realidad de nuestro país, sólo basta por repasar a grandes rasgos qué decisiones económicas han perseguido nuestros dirigentes populares. Un fabuloso ejemplo, la sustitución de importaciones, una gran medida populista que se traduce en un pesado cierre de la economía, subsidio y protección a una oligarquía empresarial, fomento de monopolios económicos estatales, con un consumidor que desde el más pobre hasta el más rico sostiene con sus impuestos los subsidios, donde al mismo tiempo tiene que adquirir a precios altísimos cada producto. Todo lo contrario a lo que ocurre en un país donde rige la libre competencia y cada empresario se esmera por ofrecer mejores servicios a precios más bajos, oferta y demanda , el famoso ‘’demonio capitalista’’. Dejando en limpio esta secuencia: precios más baratos, gente con mayor capacidad de compra, mejora del poder adquisitivo, menos gente en la miseria. Y no es necesario ahondar más en todos los beneficios que trae consigo una economía abierta, pese a todos los mitos que al profeta de izquierda le fascina invocar, que en teoría y práctica fácilmente se refutan. En los famosos países desarrollados se da por sentado que es imposible que un país crezca sin una economía de mercado.

Por otro lado, el mito de que en la actualidad España sigue rica por la etapa colonial a costa de nuestras venas, quedó desmoronado cuando hacia principios del siglo XX nuestro modelo agroexportador superaba por escalas a su madre patria europea. Lo que vino después es historia conocida, un estado asistencialista que cortó cabezas al sector privado y se esmeró en violar sistemáticamente leyes básicas de la economía.

Que habitemos una sub américa, como diría Galeano, una américa de segunda clase, no es culpa de una bestia codiciosa extranjera, sino del gran circo populista, que con éxito logró instalar la mentira nacional y popular, condenando a generaciones a caer en la pobreza y la necesidad de asistencia estatal, creándose así la imagen y devoción de un supuesto héroe que, como diría Gloria Álvarez, ‘’Ama tanto a los pobres que los multiplica’’.

Para salir del eterno subdesarrollo, es importante que todos sepan que el miedo que siente el líder popular, es que de una vez por todas, un gran día, Argentina se dé cuenta que no existe mejor arma para el progreso, que un modelo basado en la auténtica libertad.

*Agustina Mendía, estudiante de medicina. Miembro del Grupo Joven de Federalismo y Libertad.