Por. Marcos Aguinis* 

Parece haberlo escrito para los argentinos de hoy. Solicito leer sus frases con la mente abierta, sin prejuicios. Dice: “Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes no trafican bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos, sino que, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un inútil sacrificio, entonces podrá reconocer que esa sociedad está condenada”.

Ayn Rand nació en San Petersburgo en 1905 y falleció en Nueva York hace casi tres décadas. Su verdadero nombre fue Alisa Zinovievna Rosenbaum. Desde pequeña evidenció una decidida vocación literaria, porque a los siete años empezó a borronear novelas y guiones para el cine recién nacido. Se apasionó por las obras de Victor Hugo y demás escritores románticos que, al mismo tiempo, denunciaban injusticias. Estudió filosofía e historia en la Universidad de San Petersburgo. Descubrió a Nietzsche y su exaltación por lo heroico. Se mantuvo prendada de la Lógica de Aristóteles durante toda su vida. A los 21 años, consiguió un visado para viajar a los Estados Unidos, porque deseaba proseguir su carrera de guionista. Atrás dejaba una Rusia ensangrentada y confundida, donde los ideales se iban transformando en una dictadura hipócrita.

Sus obras produjeron conmoción y se expandieron como fertilizantes. Para muchos, sin embargo, sólo contenían errores y veneno. Su libro mayor se titula La rebelión de Atlas ( Atlas shrugged ), extensa novela dotada de fluidez y suspenso. Sin embargo, también generó odios. Porque ella y todas sus obras tenían una coherencia que iba contra la corriente dominante.

En efecto, las frases con las que he comenzado este artículo sólo muestran claridad y contundencia. Decía lo que pensaba, aunque cayese mal. Formó escuela y tuvo cadenas de admiradores y no menos largas cadenas de detractores.

Apenas llegada a los Estados Unidos, fascinó a Cecil B. DeMille, que la introdujo en el cine e incorporó como actriz en Rey de Reyes . Desde entonces se empeñó en redactar guiones y novelas. “Decidí ser escritora desde niña, y todo lo que he hecho se ha circunscripto a tal propósito.”

En sus obras suelen destacarse las personas que se esfuerzan por lograr lo mejor de sí mismas, y cuya independencia las pone en conflicto con el hombre-masa, con el hombre sometido. De ahí que haya detestado las propuestas colectivistas, en las que cada persona se disuelve, se torna irresponsable, excesivamente obediente, autómata, manipulable. De ahí también su denuncia contra quienes no trabajan de verdad y se aprovechan de quienes sí lo hacen (se refería a políticos, dirigentes sindicales y líderes hipócritas). Abominaba de los ladrones y falsarios. Consideraba que cada ser humano es sagrado, pero debe hacer honor a esa sacralidad mediante la actividad honesta y la independencia de ideas.

En 1936 publicó Los que vivimos , donde narra la vida dramática de una mujer de espíritu indómito bajo un régimen autoritario. “Es lo más parecido a mi autobiografía”, confesó. La obra no fue bien recibida inicialmente porque reinaba la Gran Depresión. Aumentaba la popularidad de las corrientes comunistas, que ella calificó como un remedio que asesina al paciente. Lo había visto y experimentado en carne propia. Lo curioso del caso es que, sin el permiso de la autora, Benito Mussolini ordenó filmar en 1942 dos películas basadas en esa novela: Noi vivi y Addio, Kira . Era un intento de propaganda antisoviética. Pero los nazis advirtieron el ingenuo error, se enfurecieron y exigieron que de inmediato fueran retiradas de las carteleras. Habían comprendido que el mensaje de Ayn Rand no era sólo antisoviético, sino crudamente antitotalitario.

La fama de esta autora se desplegó con más fuerza al publicar El manantial . Era una novela que le llevó siete años de trabajo y fue rechazada por 12 editoriales, hasta que en una de ellas un joven le espetó a su jefe: “Si éste no es un libro adecuado para usted, entonces yo tampoco debo trabajar más aquí”. Luego las editoriales se disputaron su pluma. Hasta que produjo un libro de inusitada extensión: las mil doscientas páginas de La rebelión de Atlas .

En la década de los 80 la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos hizo una encuesta sobre el libro que mayor influencia había tenido en la vida de muchos lectores. El primer lugar fue adjudicado a la Biblia y el segundo, a La rebelión de Atlas . Esta larga novela hace coincidir a quienes adoran y quienes aborrecen a Ayn Rand, para decir que es una obra temeraria y poderosa. Enfrenta sin rodeos las ideas estatistas que habían empezado a imperar en el mundo. Narra la decadencia de los Estados Unidos como consecuencia de un excesivo intervencionismo, “ineficiente y corrupto en la mayoría de los casos”. Pese a que fue escrita entre los años 1946 y 1957, la novela parece un anticipo de la decadencia socioeconómica que fue hundiendo a la mayoría de los países latinoamericanos. Sin temor a las críticas, esa obra divide la composición social de un país en dos clases, que no corresponden a las clases hasta entonces identificadas por la historia, la política y la sociología. Esas dos clases son la de los “saqueadores” y la de los “no saqueadores”. Los “saqueadores” están representados por quienes piensan que toda actividad económica debe ser regulada y estar sometida a una fuerte dirección gubernamental. Los “no saqueadores”, en cambio, son emprendedores e intelectuales que se inclinan por la solución contraria. Desde esa base es fácil comprender el párrafo que escribí al comienzo: “Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes no trafican bienes, sino favores; […] cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un inútil sacrificio, entonces podrá reconocer que esa sociedad está condenada”.

La hipertrofia y corrupción estatal (a menudo manejada por dictadores, dictadorzuelos o simples autoritarios) le han comenzado a dar la razón. Incluso en países donde esto era inimaginable, como la Cuba de los Castro.

Ella quería un Estado pequeño, eficaz y transparente, que ayude a la fisiología social. Pero condenaba a los extremistas libertarios: son “hippies de derecha”, decía. El Estado, reducido a límites legales, racionales y beneficiosos de verdad, es positivo. Pero el Estado omnipresente es fascismo. La proclama fascista fue categórica e inolvidable: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado”.

La franqueza y audacia de Ayn Rand produjeron temblores. Por ejemplo, defendía el derecho a distribuir -entre adultos- cualquier tipo de texto o medio audiovisual, incluida la propaganda nazi, comunista o la pornografía (que aborrecía, por considerarla un atentado contra la sexualidad y el buen gusto). Sostenía que “las ideas no delinquen”, y que sólo se debían castigar los actos delictivos. Afirmaba que cualquier intento de que el Estado limitase la expresión de ideas “erróneas”, “equivocadas” o “peligrosas” sólo podía conducir a una censura total.

Las obras de Rand fueron denostadas al principio, como ya señalé. Molestaba su audacia. Sonaban como demoledoras de tradiciones y culturas. Pero quien no compartió esa opinión fue el público, que las convirtió en duraderos best sellers de numerosos países. Los expertos en literatura inglesa pretendieron ignorarla durante décadas. Igual sucedió con economistas, sociólogos y políticos. Fue calificada de egoísta e insensible. Pero el gran crítico literario Harold Bloom encontró a su obra lo suficientemente significativa para incluirla en su respetada antología American W omen Fiction Writers.

Ayn Rand fue valiente y franca, original y seductora. No tuvo razón en todo y es probable que haya resbalado en varios puntos. Pero su mérito es indiscutible: dijo lo que muchos no se atrevían a manifestar y nunca dejó que la mareasen los elogios. “Un seguidor a ciegas es precisamente lo que mi filosofía condena y yo rechazo”, afirmó.

 

*Miembro del Consejo Académico de la fundación Federalismo y Libertad

Fuente: La Nación