Por Alberto Benegas Lynch (h)
Durante la marcha de los paraguas la gente se manifestó por el fin de la impunidad; sin embargo, para la recuperación del país hace falta dotar al anhelo de volver a la ley de todo su alcance y sentido.
A un mes de la muerte de quien denunció lo que estimaba fue el encubrimiento del actual gobierno en la masacre de la AMIA, se realizó la multitudinaria marcha de los paraguas en Buenos Aires, manifestación que se replicó en otros puntos del interior del país y en distintas ciudades del extranjero, en una superlativa muestra de reflejos frente a lo ocurrido. Fueron expresiones de congoja y respeto por el fiscal muerto en condiciones extrañas y aun no esclarecidas por hacer su trabajo, de condolencia hacia su familia y de simpatía hacia sus colegas.
Ésta fue la cara visible de la manifestación. Había otra cara, menos visible, que trasuntaba el hartazgo por la inseguridad y la impunidad que reinan en el país. Con mi mujer agregamos dos paraguas a esta conmovedora y emocionante marcha del silencio, que esperamos sirva como una referencia moral para que las cosas salgan del fárrago en que estamos sumergidos desde hace años. Sin embargo, para evitar caer de nuevo en el desánimo, resulta indispensable hurgar en el fondo del problema que nos aqueja.
En estos días han consignado diversos puntos de vista sobre algunos de los aspectos de esa manifestación, pero quisiera subrayar un ángulo no expresado aún que estimo relevante para nuestro futuro inmediato.
El reclamo unánime de esa gigantesca marcha bajo una lluvia torrencial se resume en una palabra: justicia. Ahora bien, considero que en general muy pocos -de lo contrario no hubiera sido necesario llegar a la instancia de la marcha- se han puesto a pensar en todas las implicancias que tiene el término justicia, que según la definición clásica quiere decir, ni más ni menos, “dar a cada uno lo suyo”. “Lo suyo” remite a la propiedad, primero del propio cuerpo y de pensamiento, y luego del fruto del trabajo de cada cual.
Si ponemos esto en el contexto argentino, no puede obviarse el pensamiento del artífice de la Constitución, Juan Bautista Alberdi, quien en Sistema económico y rentístico de la confederación argentina según su Constitución de 1853 escribió algunas reflexiones de gran calado que deberían tenerse presente en toda su extensión respecto a la relevancia de la propiedad: “Comprometed, arrebatad la propiedad, es decir, el derecho exclusivo que cada hombre tiene de usar y disponer ampliamente de su trabajo, de su capital y de sus tierras para producir lo conveniente a sus necesidades o goces, y con ello no hacéis más que arrebatar a la producción sus instrumentos, es decir, paralizarla en sus funciones fecundas, hacer imposible la riqueza [?] Pero no basta reconocer la propiedad como derecho [?] El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado, en nombre de la utilidad pública”.
Muy sesudas reflexiones por cierto, ya que la propiedad constituye el eje central de la sociedad abierta. Esa institución permite que los siempre escasos recursos estén administrados por las manos más eficientes vía el cuadro de resultados: sin privilegios de ninguna naturaleza, el que ofrece lo que la gente demanda gana, y el que se equivoca incurre en quebrantos. No sólo eso, sino que la propiedad da lugar a la coordinación de la producción a través del sistema de precios. No hay precios sin propiedad y viceversa. El llamado “control de precios” impuesto por el capricho burocrático no es tal; se trata de simples números que no expresan las valorizaciones cruzadas de los participantes en las transacciones. En este sentido, los precios hacen posible la evaluación de proyectos y la contabilidad; la ausencia de precios desfigura e imposibilita esos cálculos.
Sin propiedad privada la asignación de los siempre escasos recursos se encuentra a la deriva. Estrictamente, no se sabe si conviene construir carreteras con oro o con asfalto. El asalto a los derechos de la gente, que incluye el atropello a la propiedad, es lo que también explica el derrumbe del Muro de la Vergüenza en Berlín.
Los enemigos de la propiedad son los comunistas, los nacionalsocialistas y los fascistas. Los primeros proponen con Marx la abolición de esa institución; los segundos permiten que se registre a nombre de particulares, pero usan y disponen de los gobiernos para la destrucción de la propiedad de un modo más enmascarado pero más efectivo. Esto es lo que lamentablemente ocurre con frecuencia en el llamado mundo libre en muchos sectores clave, donde no se permite que queden librados a arreglos voluntarios aquellos que no lesionan derechos de terceros.
La propiedad remite al derecho a la vida y a la expresión del pensamiento, dos elementos fundamentales que son desconocidos en regímenes autoritarios. No se trata necesariamente de la exterminación de la vida física, pero sí de la liquidación de los sueños de vida que hacen a los proyectos de cada uno en cuanto al manejo de los asuntos personales. Y respecto de la expresión del pensamiento, los autoritarios le temen a la libertad de prensa y sus equivalentes, por eso la cercenan y asfixian; en el caso argentino, a través de medios estatales que no caben en una sociedad libre, amenazas y aprietes al periodismo independiente (una redundancia, aunque, dada la situación, vale el adjetivo). Por esto, no puede haber justicia sin propiedad, ya que en ese caso no hay “lo suyo” (y consecuentemente, en la medida en que se ataque la propiedad, se debilita la justicia).
Para que no hayan nuevas frustraciones como las que se reflejaron en la marcha de los paraguas es indispensable tener en cuenta las implicancias de la tan reclamada justicia. Éste no es un problema exclusivo de la gente en general, sino que, de modo muy especial, debe tenerse en cuenta en los debates intelectuales y en ámbitos dirigenciales de los más variados espacios. En el caso argentino, se ha llegado al extremo de que una integrante de la Corte Suprema escribió que la propiedad en nuestro medio “está intacta”, como si no vinculara sus temerarias conclusiones con el cepo cambiario, la imposición de precios, la fenomenal carga tributaria y la estafa inflacionaria, entre otros muchos desquicios. Por su parte, intelectuales oficialistas se dirigieron al Tribunal Supremo para solicitarles prohibieran la marcha a la que nos hemos referido, al mejor estilo del totalitarismo más extremo.
Esta manifestación multitudinaria se llevó a cabo en el contexto de un default mayúsculo, un desbarajuste descomunal en la energía, subsidios a planes Trabajar que más bien deberían denominarse “descansar”, fondos jubilatorios saqueados, gastos públicos siderales, deuda pública creciente, empresas estatales deficitarias en grado inaudito, incremento alarmante en la cantidad empleados públicos incorporados, funcionarios procesados que se burlan de todo y un fenomenal deterioro en los marcos institucionales, con una procuradora general de la Nación que se declara militante del partido gobernante, tal como un bombero que se declara partidario de los incendios.
Reencauzar el proceso populista argentino no es faena para timoratos ni para quienes marchan sin identificar las consecuencias de pedir justicia. Debemos meditar el asunto con cuidado para no pedir, en futuras elecciones, más de lo mismo con otro nombre, como ha venido sucediendo sistemáticamente en el país desde hace siete décadas. Tanto con un partido u otro o con militares, todos han contribuido a montar y fortalecer al Leviatán. Es tiempo de cambiar de paradigma y adoptar la tradición alberdiana, que nos colocó a la vanguardia de las naciones civilizadas antes de trocarla por un estatismo rampante.
Constituye una operación pinza de nefastas consecuencias el hecho de contar con un sistema educativo muy deficiente en el que, en lugar de transmitir los valores y principios de la sociedad abierta, avanza la visión gramsciana-autoritaria. Por otra parte, la degradación de los marcos institucionales no permite a las personas defender sus derechos.
Se ha dicho que esta marcha se diferencia de los sucesos de 1810, cuando el pueblo quería saber de qué se trataba, porque el 18 de febrero el pueblo sabía de qué se trataba. Pero para que esto sea cierto es imperioso detenerse a considerar qué significa la justicia y no quedarse en la superficie de un slogan vacío de contenido que no conduce a ninguna parte.
*Es miembro del Concejo Académico de Federalismo y Libertad
Fuente. La Nación