Por Carlos Sabino*

En Brasil, Uruguay, Bolivia o Ecuador, ellos solo responden a lo que los electorados quieren: vivir a costa de los demás.

Las elecciones en el Cono Sur del continente han dado, otra vez, victorias para el progresismo. Siguiendo el triunfo de Michelle Bachelet en Chile hace ya unos meses, Dilma Rousseff se ha impuesto en Brasil por ajustado margen para otro mandato de cuatro años y Tabaré Vásquez ha de ganar –casi con seguridad— la segunda vuelta de las presidenciales uruguayas. Evo Morales, por otra parte, ha triunfado hace pocas semanas en Bolivia, y lo ha hecho por un amplio margen.

Muchos y variados son los factores coyunturales que han contribuido a producir estos resultados, naturalmente, pero veamos las tendencias de fondo que pueden explicar la solidez electoral del progresismo en estos y otros países latinoamericanos.

¿Por qué los electorados prefieren, casi siempre, políticos que se inclinan hacia la izquierda en nuestra región? ¿Cómo puede explicarse que los populistas del tipo que existen en Bolivia, Nicaragua o Ecuador, concitan siempre el apoyo de una importante franja de la ciudadanía, a pesar de su estilo personalista y el desprecio que exhiben hacia las libertades políticas y civiles? La respuesta no es simple pero se encuentra en las aspiraciones de un amplio sector del electorado, el más pobre, y de su actitud hacia los Gobiernos que elige.

Esta amplia franja de votantes piensa que el Estado, en definitiva, es una máquina para otorgarle beneficios económicos —cuanto más tangibles mejor. Los programas sociales que entregan ayudas directas, en dinero o comida, son los favoritos de quienes piensan que la riqueza, aunque sea en pequeñas dosis, puede ser transferida a sus manos sin mayor esfuerzo, solo votando por quien ofrece más.

En el caso de Brasil la inclinación del electorado ha sido palpable: Rousseff, como el expresidente Luiz Ignácio “Lula” da Silva, ha enarbolado un discurso que tiende a fortalecer estas aspiraciones del electorado, o al menos de la fracción de este que pasa por alto los problemas obvios de su Gobierno: inflación de más del 6%, casi total estancamiento económico, amplios y comprobados casos de corrupción en los más altos niveles del tren gubernamental. Queda en la memoria, además, el franco apoyo que diera el anterior presidente al régimen autoritario de Hugo Chávez en Venezuela, síntoma claro del poco valor que otorgan, él y su Partido de los Trabajadores (PT), a las formas republicanas de Gobierno.

El razonamiento de estas mayorías es simple: no importa la transparencia de la gestión pública, no importa si la economía va bien o mal, lo que interesa es que se mantenga esa actitud paternalista que amplía las dádivas y que pronuncia discursos demagógicos, que dice favorece a los pobres contra los ricos, en una velada alusión a la lucha de clases de la que ya —por prudencia— no hablan ni los marxistas ni los progresistas.

Es verdad que, a la vista de los datos, es casi similar en magnitud el sector de la ciudadanía que evalúa en su justa proporción los daños que los Gobiernos del PT han causado al Brasil: la bolsa ha reaccionado con pesadumbre y desconfianza a esta prolongación del mandato de la izquierda, haciendo de paso que la presidente reelecta lance ahora un discurso conciliatorio y moderado. Pero en las democracias plebiscitarias actuales poco importa que se posea un 1% o un 49% de los votos: el ganador se lleva todo.

La culpa, bien miradas las cosas, no es entonces de los políticos, a quienes siempre se acusa y se denigra como corruptos, ineficientes o simplemente incapaces: ellos solo responden a lo que los electorados quieren. Ellos son sensibles a las demandas de lo que brasileños o uruguayos, bolivianos o venezolanos reclaman, del poder público. Si la gente quiere subsidios, gestos altisonantes o discursos cargados de promesas, pues bien, allí están ellos para satisfacerlos.

Mientras tengamos electorados tan primitivos en sus demandas, mientras una parte de la población piense que –a través de los políticos— puede vivir de la otra parte, seguirán existiendo políticos demagógicos y ramplones, corruptos casi siempre, pero dispuestos a hacer lo que la gente quiere. No nos quejemos entonces: tenemos los políticos que nuestros electorados eligen, conscientemente, sin reservas, y por eso tenemos unas democracias que demasiado se parecen a los regímenes caudillistas y autoritarios de otros tiempos.

 

*Es miembro del Concejo Académico de Federalismo y Libertad

Fuente: Panampost.com