Por Alberto Benegas Lynch (h)*
Junto a Crónicas marcianas en la que se hacen ejercicios de “lateral thinking” a través de episodios como el comentario de protagonistas en el sentido de que no se puede vivir en la Tierra “debido a que hay oxígeno”, Fahrenheit 451 es la obra cumbre de Ray Bradbury parida en 1950 y con infinidad de ediciones en múltiples lenguas.

El “pan y circo” viene desde hace tiempo como una trampa mortal de gobernantes para domesticar y mantener a sus súbitos distraídos. El estudio y el conocimiento son enemigos de los demagogos y megalómanos porque provocan cuestionamientos y crean inconformistas.

Junto a Crónicas marcianas en la que se hacen ejercicios de “lateral thinking” a través de episodios como el comentario de protagonistas en el sentido de que no se puede vivir en la Tierra “debido a que hay oxígeno”, Fahrenheit 451 es la obra cumbre de Ray Bradbury parida en 1950 y con infinidad de ediciones en múltiples lenguas.

En este libro se consignan los enormes peligros y las consecuencias de la censura y el bloqueo que genera el autoritarismo a toda manifestación de indagar intelectualmente en lugar de proceder como el rebaño. Se trata de un bombero que, de acuerdo con las directivas del departamento respectivo estaba dedicado a quemar libros. Hay aquí un paralelo estrecho con los aparatos estatales: en lugar de proteger y garantizar los derechos de la gente, la agrede, la persigue y la usa para arrancarle su renta, es decir, bomberos que incendian.

En la primera línea del primer capítulo se lee que “Era un placer quemar”. La mujer de este bombero representa a las mil maravillas el atolondramiento de la sociedad con una radio conectada a sus oídos a través de una extensión (hoy diríamos auriculares) en los que permanentemente se deja invadir por otras voces porque no existe la propia en una manifestación de autismo superlativo que solo interrumpe para presenciar frivolidades televisivas y quien requiere de dosis crecientes de pastillas para dormir en el contexto de un matrimonio gélido y, por ende, inexistente.

Se consigna en el libro el siguiente razonamiento: “Usted debe entender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos contar con minorías disconformes y agitadoras […] ¿Qué quieren en esta país antes que nada? […] ¿No los mantenemos en movimiento? ¿No les ofrecemos entretenimientos? Es eso por lo que vivimos”. Este es el discurso de los autoritarios que ansían poder a costa de la gente. En esta línea argumental, nos dice el narrador de Bradbury que nada más peligroso que el conocimiento. De allí la quema de libros que se ha sucedido literal o figurativamente en distintos momentos de la historia. La censuras de libros es la característica central de los nacionalsocialismos, los comunismos y toda la caterva de imitadores. Es por ello que Borges ha escrito que la manía de los gobiernos es “construir murallas y quemar libros”.

El hecho es que el bombero en cuestión queda muy impresionado con que la dueña de una biblioteca opta por dejarse envolver en las llamas junto a sus libros. También le taladra la cabeza el recapitular sobre lo que le escuchó decir a su jefe respecto al titular de una biblioteca que “lo arrastraron al asilo gritando” ya que “cualquier hombre que considera que puede engañar al gobierno está insano”.

En esta historia truculenta, el incendiario, luego de diez años de quemar testimonios de la humanidad, primero se encuentra con una joven que lo deja meditando con solo dos preguntas y al subrayar una afirmación que el mismo hace al pasar: “¿nunca ha leído algunos de los libros que incendia?” a lo que el bombero, fruto de un exacerbado servilismo, instintivamente exclama “¡eso es contra la ley!” (afirmación que luego reconsiderará); la pregunta inocente de “¿es usted feliz?”(que más tarde le otorga el peso que tiene en cuanto a que el concepto solo está presente en los seres humanos) y, finalmente, destaca que el olor a kerosene con que se agitan las llamas “no se elimina nunca” del alma de los biblioclastas.

En otro de los encuentros la joven enfatiza dos aspectos adicionales de la vida que dejan inquieto al bombero: en primer lugar el valor del pensamiento que se alimenta con la lectura y, en segundo término, la errada noción de las actividades sociales que se considera existen con el retumbar del tartamudeo de lugares comunes en lugar del fecundo intercambio de reflexiones y cuestionamientos que nacen de la curiosidad por el conocimiento.

Otras dos reuniones son decisivas para el cambio de actitud de uno de los asesinos de la memoria: un ex profesor que juiciosamente elabora sobre la trascendencia de los libros como la sangre vital de la cultura y la importancia de darse tiempo para digerirlos, en lugar de dejarse llevar por lo que impone la autoridad y enfrascarse en distracciones televisivas y equivalentes. Asimismo, le impresiona el esfuerzo de una asociación literaria cuyos integrantes memorizan los contenidos de los libros antes que los mate el fuego de modo inmisericorde.

Todo esto hace recapacitar al personaje de la obra quien comienza a leer libros y a guardarlos secretamente en su casa por lo que es denunciado. A diferencia de otras conocidas novelas donde queda plasmado el espíritu autoritario, ésta termina con el resurgimiento del individuo frente a la tropa colectivista e indiferenciada. Es de gran importancia percatarse de los peligros que pone de manifiesto Bradbury en este magnífico trabajo que constituye una señal de alerta para lo que viene ocurriendo de un tiempo a esta parte.

La censura del alma es el asesinato del ser humano. De allí es que todos los liberales de los más recónditos rincones del planeta siempre le han atribuido la prelación que se merece a la libertad de pensamiento y su correlativa libertad de expresión y prensa tan vilipendiada por todos los autócratas bajo las más variadas máscaras y pretextos.

En última instancia, la cesura procede de un grave complejo de inferioridad. Es el miedo al conocimiento que tarde o temprano pone al descubrimiento la ignorancia supina en la que se basan los ingenieros sociales, que si nada se les interpone en el camino se perpetúan en el poder al efecto de manejar las vidas y haciendas del prójimo como les venga en gana.

La participación estatal en los negocios del papel, las agencias estatales de noticias, el sistema de concesiones gubernamentales del espectro electromagnético, las cargas fiscales a libros importados, las trasnochadas figuras como las del “desacato” y similares son todos pasos en dirección al estrangulamiento de la libertad de expresión.

Han dicho y repetido los Padres Fundadores en Estados Unidos que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia” y, como ha apuntado Tocqueville, el dar por sentada la libertad se convierte en su momento fatal. El horripilante relato de Bradbury pone al descubierto el tema de nuestro tiempo que no debe ser menospreciado sino atendido por todos los que se consideran hombres libres.

Se trata entonces de estudiar y difundir los valores y principios de la sociedad abierta y no meramente declamar. Esteban Echeverría precisó la idea en su célebre primera lectura en el Salón Literario, en 1837, en pleno corazón del barrio de San Telmo, en Buenos Aires: “no nos basta el entusiasmo y la buena fe; necesitamos mucho estudio y reflexión, mucho trabajo y constancia”.

Para cerrar esta nota, puede servir a modo de ilustración del debate de ideas que subyace uno de los tantos temas vinculados a las virtudes de la sociedad abierta. John Nash lo criticó a Adam Smith por la figura de su “mano invisible” afirmando que muchas veces cada uno en libertad persiguiendo su interés personal no logra beneficios mutuos sino conflictos. Para simplificar el asunto ilustremos con el caso del uso (y abuso) del ganado por parte de varios usufructuarios. No se suscita problema alguno si se asignan y respetan derechos de propiedad. Solo ocurre el conflicto si la propiedad es de todos en cuyo caso inexorablemente aparece “la tragedia de los comunes”. Por otra parte, se ha puesto como ejemplo de la descoordinación sugerida por Nash la crisis del endeudamiento que hoy padece buena parte del mundo, pero no se debe a “fallas de mercado” puesto que la referida deuda pública es compulsivamente contraída por aparatos estatales y no en interés de las partes contratantes en libertad. Donde hay lesiones de derechos la naturaleza del cuadro de situación es radicalmente distinta ya que la tensión no es el resultado de operar en el contexto de los marcos institucionales que requiere el proceso de mercado.

*Miembro del Consejo Academico de Federalismo y Libertad
Fuente. Diario de América