José Armando Caro Figueroa*
Casi todos los argentinos quieren acabar con la corrupción política, castigar a sus responsables y obligarlos a devolver los bienes mal habidos.

Sin embargo, pasan los años y este clamor social no encuentra una respuesta jurídicamente válida que, además, resulte proporcional a la magnitud de los hechos que a diario se denuncian.

Esta insatisfacción ciudadana tiene que ver con una realidad que debería avergonzarnos: La Argentina carece -a estas alturas- de jueces y fiscales verdaderamente independientes y en condiciones de abordar los casos de corrupción vinculados con la política. En Salta ocurre otro tanto a raíz del férreo control que el Poder Ejecutivo ejerce históricamente sobre la judicatura penal y el ministerio público, además de los consabidos compadrazgos provinciales.

Aquel fenómeno que denominaré “politización de la justicia penal” es el resultado de la confluencia de actuaciones originadas siempre en la cúpula del poder político de la Nación y de la Provincia. Comienza con la selección de magistrados afines, continúa con un sistema de presiones (a veces brutales y otras veces sutiles) sobre los encargados de investigar y castigar, y culmina con jueces y fiscales travestidos en actores políticos que, cuando no buscan sus propios fines, agilizan o ralentizan los procesos al ritmo que marcan los pactos políticos, las tensiones sociales y mediáticas, o la injerencia de los llamados poderes fácticos.

Hoy, triste es reconocerlo, todos los actores que se mueven dentro o alrededor de la justicia penal juegan -peligrosa y embozadamente- a la política; con el agravante de que nuestra vida política está surcada por odios y sed de venganzas. El juego apunta, en unos casos, a asegurar impunidades; en otros, a forzar condenas o legalizar linchamientos. La exasperante demora en los trámites, cuando no busca prescripciones o momentos más favorables al imputado, obedece al designio de jueces y fiscales de blindarse contra maniobras agresivas provenientes del sistema político o de escalar en su carrera judicial.

Por otra parte, ese mismo sistema político ha omitido diseñar o poner en marcha instituciones que bien pudieran atenuar la politización de la justicia penal. La falta de constitución del Tribunal de Ética Pública, el pánico de las sucesivas mayorías a las “comisiones parlamentarias de investigación”, la negativa de los altos funcionarios a comparecer ante las Cámaras del Congreso a dar explicaciones cuando son objeto de sospechas fundadas, la politización de la Oficina Anticorrupción (que unas veces persigue y otras apaña según los intereses del poder), son muestras de aquellas omisiones que no hacen sino agravar el panorama de la lucha contra los delitos que afectan a la administración del Estado.

En este sentido, suena cuanto menos extraño que un sector de la opinión pública reclame la comparecencia del Presidente Macri ante la prensa y desdeñe su comparecencia ante la justicia o ante el parlamento para explicar asuntos que hacen a su anterior trayectoria empresarial.

La designación de jueces y fiscales “militantes”, la utilización perversa de los servicios de inteligencia o de emisarios e influyentes, los aprietes entre bambalinas, el control por los gobiernos de los jurados de enjuiciamiento y de los consejos de la magistratura, son algunas de las vías utilizadas para disciplinar a los magistrados penales y para ganar tiempo y espacio en favor de aquellos que contra toda evidencia y contra la lógica republicana sueñan con la impunidad.

Los actores políticos en situación de minoría entretejen relaciones de complicidad con los medios de comunicación y con la opinión pública, orientadas a erosionar o destruir a quienes disfrutan de posiciones de mayoría. Pero, ni bien las posiciones en el mapa político cambian, las actitudes giran: las ansias de transparencia de las anteriores minorías ceden a la opacidad a la que aspiran las nuevas mayorías; los antiguos aliados se desconocen y atacan con la misma furia que antes destinaban al caído oficialismo.

En el panorama actual, la enorme energía que despliegan encumbrados personajes del mundo de la política para pronunciarse sobre los actos de corrupción de los “otros” no muestra sino una voluntad de influir y si acaso controlar los pronunciamientos judiciales. Si estos personajes de gran audiencia mediática apostaran de verdad por una justicia independiente, deberían quizá guardar silencio o circunscribir su actividad a los recintos parlamentarios o incluso judiciales; cuando vociferan lo hacen para condicionar a los jueces y en procura de sentencias favorables a sus tesis políticamente orientadas. Los políticos de todo signo deberían seleccionar jueces independientes y dejarlos actuar.

Nuevos actores contra la corrupción

La emergencia de una opinión pública especialmente sensibilizada y asqueada por la corrupción de sus dirigentes, ha contribuido a conformar un nuevo actor dentro de los procesos penales. El juicio que día a día emiten los medios de prensa o los simples ciudadanos a través de las redes sociales, influye ciertamente sobre el ánimo y las endebles convicciones de ciertos magistrados.

La “gente” (ese anónimo actor que introdujera en nuestro vocabulario el recordado Chacho Álvarez) desea castigos fundados en denuncias, en sospechas o en evidencias no judiciales; un deseo que se emparienta con linchamientos y ordalías y se aparta del concepto de juicio justo y de las garantías que le son propios.

Esta parafernalia orientada a castigar, encubrir o absolver está, como no, destruyendo también el derecho penal democrático basado en los principios de “tipicidad”, presunción de inocencia, debido proceso, plazo razonable, inexistencia de delito sin ley previa, prescripción, y trato humano a presos y condenados.

Los montoneros asesinaron a Aramburu y, según fuentes fiables, a Rucci en virtud de códigos penales privados, sectarios y mesiánicos. Los dictadores de los años 70 asesinaron en las sombras sin respetar principios ni leyes. Los jueces militantes de la década kirchnerista crearon un derecho penal del enemigo para negar la prisión domiciliaria a ancianos militares procesados o condenados. Cierta “gente” pide la condena (o la indagatoria) de los hijos para forzar la confesión de los padres.

Muy recientemente jueces y ministros cedieron a las nefastas exigencias que pretenden vincular los proceso penales con el espectáculo, y toleraron el escarnio al que fue sometido el imputado señor Ricardo Jaime en el momento de su detención, olvidando que la Constitución garantiza derechos incluso a los condenados por cualquier delito. Dejaron en el tintero el sabio enunciado del artículo 18 in fine de nuestra Constitución Nacional.

Deberíamos intentar frenar la politización que destruye la justicia. En este sentido, sería saludable reemplazar –por las vías que marca la Constitución- a los jueces federales y provinciales que han dado muestras de subordinación al poder de turno y de oportunismo político, por magistrados capaces, independientes y honrados.

El Presidente Macri debería poner todo su empeño en esta tarea. A su vez sería de utilidad que el gobernador Urtubey renunciara al control que ejerce sobre el Ministerio Público y se decidiera a profesionalizar el Consejo de la Magistratura, cerrando así un ciclo de amiguismo y nepotismo impropio de una democracia constitucional.

En estos desafíos se juegan la salud de nuestra república, el bienestar y la paz de los argentinos. También la libertad, el honor y los derechos de cada uno de nosotros.
* Abogado, ex ministro de Trabajo y Seguridad Social.